Vine a ver a papá, sin entender por qué ya traía tanta prisa de irse. Pensé que todavía podríamos escaparnos en auto a San Felipe. O tomarnos otro de esos carreterazos inolvidables a Mexicali. Quizá simplemente dar una vuelta por Ensenada, recorrer las calles que el cerro de Valle Verde esconde tras de si.
Mientras volaba en el avión hacia Tijuana pensé con las vísceras en las manos en el tiempo que necesitaba resistir para que lo alcanzara a ver, a platicar. Para que me alcanzara a hacer una cara de esas que siempre me hace cuando me vuelve a ver: frunciendo el ceño, haciendo chiquitos los ojos para luego sonreir.
Lo alcancé a ver, si.
Ya no pudimos ir a San felipe, ni a Mexicali. Ya no pudimos salir juntos del hospital.
Al verlo lo tomé de su mano izquierda mientras advertía cuanto habia empequeñecido, cuan frágil se veía su cuerpo entero. Le dije muchas cosas al oído. No sé si me escuchó, ya no pudo contestarme. Sólo lo tomé de la mano izquierda y me quedé asi tres días sin soltarlo, hasta que él me soltó.