domingo, 8 de julio de 2007

Otra más

Arriba el pulque!
Crónica de un sábado de pulques
Es sábado de primavera y me paseo a medio día por las callejuelas de uno de los barrios más antiguos de la ciudad de México, La Romita, en esta extraña esquina de la colonia Roma que tiene más parecido con algún pueblo de esos que se esconden detrás de una contorneante y adoquinada callecita de Coyoacán o Tacubaya que con distinguidas calles como Orizaba, Mérida o Álvaro Obregón que embleman esta colonia. La calle Real de Romita me lleva desde la ermita del barrio hasta Avenida Cuauhtémoc, donde doblo a la izquierda para encontrarme un pequeño local que expende dulces y cigarros sueltos, al lado de la entrada de la popular pulquería La Hija de los Apaches.

Entro. Me recibe una mampara a la derecha de fotos amarillentas de boxeadores entre los que reconozco al Maromero Paéz y a Mohamed Ali. Una fotografía autografiada por el luchador El Perro Aguayo. Perpendicular a los boxeadores hay una pared con afiches de moderno diseño que parodian el logo de marcas como Quaker oats donde el peregrino entrado en años es sustituido por la cara sonriente de El Pifas, el nombre por el que se conoce a Epifanio Leiva, el dueño del establecimiento y al que otro afiche denomina Pulque King respetando los colores y tipografía originales de la hamburguesa imagen de la cadena de comida rápida Burger king.

Me siento en una mesa cuadriculada como tablero de ajedrez que está vacía bajo la mampara de boxeadores. Es la única mesa desocupada, el resto está albergando en su mayoría a jóvenes, algunos adultos y gente mayor. Me ofrecen los curados del día: melón, piña, guayaba y avena. Opto por el primero. Detrás de mí observo un apiladero de cartones de cerveza de suelo a techo mientras Laura, la atenta chica que me trae el jarro despostillado de vidrio que contiene el fresco y suculento pulque de melón, me explica que tres años atrás la venta de pulque se vino a pique y para salvar el negocio El Pifas se vio orillado a servir cerveza, la bebida que otrora desplazó del gusto popular mexicano al pulque, y que junto con la mala publicidad que la prensa amarilla le creó a choferes, albañiles y jornaleros, asistentes asiduos a las pulquerías del centro y barrios de la ciudad, casi desaparecen por completo estos centros de convivencia hacia la década de los sesenta.

El pulque es una bebida de gran historia en nuestra cultura. Se elabora a partir de la savia o aguamiel del maguey manso (como es conocido en Hidalgo, estado productor de pulque, al igual que Tlaxcala) que se extrae por succión con la ayuda de guajes con una forma expresa y la fuerza de los pulmones del tlaquichero que al amanecer y al atardecer se da a la tarea de obtener el aguamiel de los magueyes que ha preparado para tal efecto. El agave o maguey debe tener más de cinco u ocho años, y se le ha tratado de modo que se evite el crecimiento de la inflorescencia más grande del mundo (que llega a medir hasta 8 metros) llamada quiote y que, de haber crecido se estaría alimentando del aguamiel que el tlaquichero le ordeña dos veces al día a la planta. El aguamiel se fermenta en tinacales partiendo de una semilla o pie de levadura, que no es más que una cepa de fermento que se alimenta con el aguamiel de la mejor calidad y que aumenta la capacidad del fermentado de un lote amplio de aguamiel, proceso que toma de 24 a 48 horas, según la temperatura y la estación del año. Es entonces cuando la bebida se envasa en barriles para su posterior distribución, que debe tener lugar inmediatamente ya que el fermentado no se detiene, y si las condiciones de temperatura no son las óptimas puede acidificarse en exceso y perder la consistencia adecuada.

El fermentado del aguamiel es uno de los muy variados usos que nuestros ancestros prehispánicos dieron al agave o maguey; cargaba entonces con diversos atributos divinos y su consumo estaba reservado para la gente mayor, de experiencia y sabiduría, así como para las ceremonias religiosas importantes. Luego de la conquista española la bebida ritual se fue tornando de consumo popular y representó un buen negocio, como lo consta el interés en las rentas que se obtenían de su comercialización en los registros de La Real Hacienda de la Nueva España. Marianela Morón, en su investigación Pulquerías de la delegación Cuauhtémoc, explica que en la ciudad de México no hubo pulquerías como las conocemos ahora sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, antes de esto el pulque se podía adquirir para llevar en expendios. Señala que la “Época de Oro” de las pulquerías de la ciudad podría ubicarse entre los años 1870 y 1940 cuando fungieron como centros de reunión, juego y esparcimiento de una heterogénea sociedad que convivía al son de los ritmos del fonógrafo y los sentimientos a flor de piel que el pulque le hace brotar al que le bebe. Entrada la segunda mitad del siglo XX la cerveza cobra gran importancia en el mercado y opaca el consumo de este tradicional fermentado que se margina e identifica despectivamente con las clases populares desde entonces.
Sentada bajo las imágenes de los púgiles escucho que el fonógrafo ha sido remplazado por la rockola y que ahora toca rock en español, quizá contaminada por lo toquines del foro Alicia, vecino al local de La hija de los apaches. Se sientan a la mesa dos hombres que toman de una caguama de cerveza lo mismo que de un litro de curado de guayaba, que sirven en vasos de vidrio desde una cubeta al centro de la mesa. Amablemente me invitan a compartir de su pulque. Las mesas de las pulquerías son de todos, la convivencia de los clientes es entonces respetuosa y desinhibida, sin que la naturaleza dispar los asistentes sea un impedimento para que aquella tenga lugar.

Poco a poco el establecimiento se llena de gente, que ya no sólo está sentada y rodea la barra de mosaicos monocromáticos donde Laura acaba de colocar la canasta con tortillas calientes, la bolsa de chicharrón y el molcajete de salsa que ofrece gratuitamente como botana. Una pareja de la tercera edad se acerca a la mesa y se disponen en el espacio que queda libre. Vienen desde San Mateo Tlaltenango, un pueblo de Cuajimalpa, específicamente a tomarse un pulquito aquí. Frecuentan esta pulquería desde hace más de una veintena de años. La señora me dice que cuando ella era joven venía a visitar a sus tíos que vivían en la calle Dr. Martínez del Río, en la vecina colonia Doctores y que cruzaba con ellos la Calzada de la Piedad, hoy avenida Cuauhtémoc, para visitar la pulquería, pero que ella entraba con su tía al departamento de mujeres por la puertita de lo que ahora es el expendio de dulces y cigarros. El Pifas le acerca a los recién llegados sus taquitos de chicharrón y salsa mientras les da la bienvenida y Laura les sirve un vaso de curado de piña a la dama y uno de pulque blanco al caballero.

Epifanio Leiva, El Pifas, es dueño de la pulquería desde hace 35 años, pero La hija de los apaches tiene 70 años dando servicio en número 39 de la Avenida Cuauhtémoc, en la colonia Roma, con el favor de la virgencita- a la que le tiene un altar entre los afiches y los boxeadores. Su clientela, que es muy variada, reúne vecinos y visitantes de todas edades, observando una cada vez mayor afluencia de jóvenes que se están acercando al consumo de esta bebida tradicional que se niega a desaparecer.

Me despido de mis compañeros de mesa, y mientras camino hacia fuera del local El Pifas me agradece la visita y me invita entusiastamente a celebrar el día su santo el próximo 7 de abril tomándonos un pulquito. Me hace sentir como en casa, ya me voy pero quiero volver.



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